Uno, dos, tres,
cuatro, cinco, seis. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis. Sigo
inhalando y exhalando pausadamente mientras soy consciente de mis
respiraciones. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis. Uno, dos, tres,
cuatro, cinco, seis. Otra vez la misma pesadilla, ya he sufrido un
mes entero y mi subconsciente no se calma. Puedo guardar un tesoro
pirata en la hendidura de mis ojeras, completamente ennegrecidas por
la falta de descanso.
El vacío de la
habitación me hace más consciente de la soledad en la que vivo. Con
razón en mis sueños no tengo quien me socorra, no se a quien
gritarle por ayuda, soy solo yo contra el mundo y el mundo claro que
me alcanza y me destroza sin piedad. Me aferro fuerte a la almohada
para sentir un mínimo grado de protección, casi en vano.
A medida que mi
respiración se tranquiliza, mis latidos aumentan porque mi mente se
inunda con su nombre. Recuerdo la última vez que me deleité con los
graves de su voz y su acento tan particular, fue hace ya tantos años
que probablemente mis recuerdos difieran casi por completo de la
realidad. Igual me creo la mentira, simplemente porque es hermoso
creer que reproduzco sus palabras en mi cabeza, que lo traigo pegado
a la piel. Hace ya cinco años que no escucho palabra alguna salir de
su boca, y aún creo que lo oigo en algún lugar quizás un tanto
remoto de mi cerebro enamorado.
Nunca su piel tocó
la mía, pero sus ojos navegaron por mi alma sin piedad, que quedó
al descubierto cuando mis pupilas se entrelazaron con sus
pensamientos.
Me maldijo alguna
bruja con la perdición de la esperanza, y es por eso que aún
después de siete años no puedo dejar de creer que mañana será el
día en el que nuestros corazones se acaricien intermediados por
nuestros labios.
Su sonrisa no era
perfecta, la mía menos, pero su expresión de felicidad me llenaba
la boca de aire y me hacía mostrar estos dientes desordenados. Si me
esfuerzo lo suficiente, siento que escucho como contagia el aire con
su alegría, con sus chistes y sus bromas sin sentido.
Su metro noventa, su
pelo alborotado, sus manos grandes y masculinas, sus piernas
fornidas, su pecho amplio, su belleza extrema e ignorada por todos
quienes lo rodeaban. Y en mi mente él no es él, y lo se, mi
rockero, mi deportista, mi cantante, mi guitarrista.
Cierro los ojos y
pretendo conocerlo, me descubro aceptando que no es quien habita en
mi mente y que posee más defectos y menos virtudes de las que quiero
admitir, y fatídicamente me encuentro igual de enamorada que cuando
la pesadilla me despertó abruptamente; o cuando lo vi por última
vez, hace dos veranos; y quizás más nefasto aún, lo quiero mucho
más que cuando por primera vez lo vi caminando por la ciudad, a mis
cortos y hormonales doce años de edad.