El vacío se apodera
de mi vida cuando no tengo con quien compartirla. Suena el
despertador y no se que es peor, si ir a caminar por las calles
repletas de desconocidos que no quieren conocerme; o cerrar los ojos
para soñar cosas maravillosas que anotaré por alguna agenda y
olvidaré en unos días, sueños raros que nadie escuchará.
Hay que amar hasta
los huesos en esta vida, mis poemas se escriben con números y se los
dedico a cadáveres consumidos por los años. Amo lo que hago pero no
hago lo que amo. Y el vacío crece de a poco en mi interior. Se
apodera de mis entrañas y me consume. Se roba mis noches de descanso
y quiere que me llene de comida, que supla con carbohidratos la falta
de cariño.
Y en mi defensa, me
aferro a mis viejas pasiones, y voy rotando. Un día de vodka, un día
de whisky, un poco de tequila, vino, fue, vaya uno a saber por qué.
Entre resaca y pijamas hablo con algún que otro amigo cercano,
aunque muy lejos de mi esté. Apartada del amor me sumerjo en las
fuentes de felicidad instantánea y superficial, en el mundo de las
pasiones, e intento engañarme a mí misma, aunque sin efectividad.
Una hora y media es
todo el tiempo que tengo para levantarme, lavar las penas que se me
pegaron a la piel, vestir esta soledad, peinar las fibras encrespadas
de la peluca que recubre mis ideas; y por último, elegir la máscara
con la que afrontaré este martes, que sabe a lunes y que está tan
lejos del viernes.
Una cosa si se, y es
que estoy mejor que ayer, que usaba amores baratos y de segunda mano
para creerme querida. Largo es el camino y ya no corro hasta la meta,
lento, constante pero seguro. Que el que mucho corre peligra a caer.