Elisa está sentada
en el sofá mirándome fijamente. Sabe lo que hago, lo que miro, lo
que toco. Mientras tomo lentamente mi taza de café, clava sus verdes
ojos en mis ruidosos sorbos. Una gota de sudor corre por mi frente
mientras el resto de la casa parece no percibir su enfermiza
presencia. Quiero pedirle a alguien que la saque de ahí pero sé que
nadie sabrá hacerlo, yo no puedo hacerlo.
Elisa me mira
inmóvil, como esperando a que suceda algo y yo no puedo hacer más
que intentar ignorar su presencia. Pareciera que no respira mientras
a mi se me sale el alma del pecho. Su parsimonia penetra
cruelmente y no me da paso a tranquilizar el ruidoso golpeteo de este inquieto sistema cardiorespiratorio. Intento mantener una
conversación casi normal con quien me dirige la palabra y cuestiona
mi mirada constante al sofá que ocupa ella.
Elisa se acaba de
mover. Ahora me intimida más que antes. No puedo evitar sacudir mi
cuerpo exaltado por la presencia entumecedora. Pierdo la capacidad de
hablar, sus ojos embrujados se robaron mis palabras, mi puente hacia
el mundo. Quiero advertirles de su presencia, intento mostrarles
donde está, pero ya no escucho nada ni a nadie. Estoy expulsando sonidos agudos a través
de mi garganta cuando intento decir su nombre, mis negros ojos se ven
devorados por esas pupilas avasallantes.
Estoy todo frío y
quieto, y Elisa se ríe.