Y de repente la fue apagando, muy sutilmente,
un proceso
lento, como quien no quiere la cosa.
Como hablar frente a la llama de una vela.
Así, de esa forma, se fue robando su esencia, todo su brillo y espontaneidad.
Ella, segada por un amor incondicional,
que más que amor, era
la tesitura de su cabeza testaruda,
de querer demostrarle al mundo que esa
relación tan improbable podía funcionar.
Que ella también era capaz de amar y
ser amada.
Que la felicidad de cuento, también podía ser para ella.
Ilusionada, porque
ese amor fuera lo que la rescataría de todos sus pesares.
Decidió aferrarse a
eso, como si no tuviera otra opción.
Pero nunca se percató de que aquel simulacro de salvavidas
era su ancla.
Que poco a poco la arrastraba a la más profunda soledad.
La
peor de las soledades, la de estar acompañado sin estarlo.
Y esa soledad la rodeaba, la abrazaba hasta estrangularla.
Se repetía a sí misma y a los demás, frases a modo de consuelo.
Como justificación a su violencia.
Que al no dejar en la piel sus huellas, parece más difícil de identificar.
No era capaz de reconocer cuándo se había vuelto todo de
esta manera,
cuándo había empezado su procesamiento por algún delito que no
estaba segura de haber cometido.
Pero no ubicar el comienzo no era el mayor de los problemas,
sino darse cuenta de que aquello parecía no tener final.
Y se vio a ella misma sin salida, hundida en un mar de
desesperación caminando con una sonrisa en el rostro y su mano entrelazada con
la de él.