Paramnesia Reduplicativa

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El niño temblaba de miedo. ¿Por qué lo habían dejado sólo, abandonado a su suerte, en el medio del bosque? La oscuridad cubría todo el campo de visión del chico. Sus pensamientos volaban, inestables, volátiles. No tenía forma de saber qué camino tomar.

Pero, ¿por qué no habrían de dejar sólo a este chico, si no había hecho más que ignorar a todo aquel que alguna vez se había dignado a ayudarlo? Esquivando el contacto social, mostrando una capa de hielo sobre su exterior. Se merecía vivir en la penumbra de sus malos actos.

Existió, en un día distante, pasado, una luz. Un pequeño destello de luz que iluminaba el ambiente. Era un resplandor que funcionaba por cuenta propia. Que, a esa altura, nunca había necesitado de una fuente de energía externa para mantenerse encendido. Que irradiaba desde el interior más de lo que reflejaba del exterior.

Una particular noche, en la cual la oscuridad reinaba de punta a punta, el niño se encontraba caminando por un campo, sólo, con su pequeña esfera de luz. Iluminaba tan solo un par de pasos hacia adelante. En eso, otra luz, una luz igual de tenue, igual de débil que la suya, se hizo presente frente a él. Y él le compartió un poco de su luz. Y esta persona le compartió de la suya. Y de forma casi inmediata, estas dos esferas se convirtieron en un orbe, del tamaño de una pelota de fútbol. Y el campito se iluminó más allá de las cercas de alambre, más allá de los árboles.

Pero los excesos nunca traen equilibrio. Este orbe que habían construido entre los dos, levantó 250km/h por Ruta 8 y chocó de frente contra un camión. Se hizo trizas. En una pequeña pero intensa explosión, el niño salió volando hacia un lado de la carretera, golpeando su humanidad contra el suelo. Y ahí estuvo un par de horas, desamparado, a la intemperie. Cuando por fin pudo volver a recobrar sus sentidos, notó que a su lado yacía su esfera, resquebrajada, y su intensidad era la de una chispa en una fogata. El niño había perdido su escudo, su única defensa contra todo lo que lo rodeaba, y la penumbra inmediatamente volvió a reclamar su terreno. Sin dudarlo, enfiló hacia el bosque, donde el extrañamente reconfortante cobijo de la oscuridad lo esperaba. Esta vez no tenía miedo. Esta vez se manifestó una extraña sensación de pertenencia, de estar en el lugar correcto. De sentirse tal como en casa.

El niño construyó una casita en el lugar más recóndito del bosque, dentro de un entramado de espinas, un lugar al que sólo él podía acceder. Claro que no se la pasaba todo el tiempo ahí. A pesar de sentirse acechado constantemente por los peligros que existían más allá de su refugio, el chico estaba obligado a salir de vez en cuando, en búsqueda de alguien que estuviera capacitado para reconstruir su esfera. Los días pasaban cada vez más rápido, las horas de luz se hacían cada vez más cortas, y el panorama se veía cada vez más difuminado.

Y buscó. Insistió insaciablemente, y, a pesar de que su voluntad nunca mermó, los terrenos en los que se dedicaba a buscar se iban acotando cada vez más. Pero siguió buscando.

Habrán pasado años para que se diera cuenta de que, realmente, no necesitaba que nadie se hiciera cargo de sus propias heridas de guerra. ¿Por qué buscar una solución fuera de sí? ¿Por qué depender de las probabilidades del ambiguo exterior? Él se crearía sus propias probabilidades.

Se dirigió hacia el sótano, decidido a reparar la esfera con sus propias manos.