Más o menos al cumplir 16, dejaron de
importarme cosas que siempre me dibujaron como ejes de una vida próspera: asearme,
comer a la hora que hay que comer, limpiar mi habitación y, cómo no, dormir
temprano. Por alguna razón mi madre se me antojaba una persona insuficiente en
esta vida, incapaz de ver realizadas sus fantasiosas metas y deseos. Por alguna
otra razón esa frustración se traducía en impunidad a la hora de poner peso
sobre mi vida de adolescente agresivo y despreocupado; vamos, como son todos
los jóvenes…
Considerando esto último, creo que mi pronta
recurrencia a las drogas está justificada, ¿o no?, es decir, mi sed de rebeldía
por la falta de respuestas o precariedad de las mismas, me llevaron de la mano
hasta un camino bastante oscuro. Un camino del que apenas veía atisbo de
esperanza en un futuro poco amistoso. Fueron unos cuantos cigarrillos
mentolados los que despidieron la virginidad de mi sistema nervioso para,
insatisfecho, probar más tarde el tabaco en pasta, alucinógenos y plantas
coloridas sobre las que se hacían cultos de adoración entre carcajadas
automáticas.
En mi hogar todo era un caos, o al menos
cuando me hallaba lúcido. Si no era mi madre recriminando mi postura
"antitodo", mientras buscaba la correa más gruesa para asestarme
disciplina, era mi alter ego susurrándome con insistencia de testigo de Jehová
que tenía dos opciones: fugarme o cometer una barbaridad.
Se refería a un suicidio, primeramente. Esto
lo confieso porque en el interrogatorio que me hicieron poco después en la
comisaría, los agentes se posaron como zamuros, esperando… lanzando preguntas
si no retóricas, sí molestas. ¿Qué les importaba saber a qué se refería mi yo
interior? No se lo comentaba ni a las modelos de las Playboy que escondía en un
cajón. Y sin embargo yo me incliné por tergiversar y hacerlo todo a mi manera.
Si no estoy senil, era 21 de agosto por la
noche. No me esforzaba por ocultar mis adicciones ni ser otra persona de cara a
nadie. Alrededor de las 9:30 o 10:00 salí de mi casa; vivía en el sector 3,
frente a la avenida principal por la que se bajaba a la ciudad. Doblé en la
esquina barrio adentro y recorrí la hilera de casas mostaza, pasando mis dedos
por paredes y ventanas de barrotes blancos. Me dirigía a la jaula de zinc de un
camello cincuentón.
Ese
pana es el padre que siempre quise. Barbudo, flaco, voz ronca y tez mugrienta, con
sentido del humor explosivo (tragicómico a veces y otras solo cómico, cuando
nos dopábamos juntos). Llamé a su puerta como solo yo hacía; al quinto
estruendo abrió de golpe con mala cara:
—¿Pero tú eres marico, brother?
—Deja la gafedad, Mario.
Necesito chocolate.
—No, no, váyase a su casa
que su mamá lo tiene a monte, ¿oyó?
—Ah pues, mamagüevo loco,
saca ahí que quiero comprar.
—No vale carajito tostao —dijo
con movimientos de negación mientras cerraba la puerta—, qué comprar mariqueras,
anda a estudiar es la vaina. Chao, chao.
Me cerró la puerta en la cara el
desgraciado, no podía creerlo. Lo maldije y le rompí una ventana con una piedra,
pero el perro no se asomó. Frustrado, di media vuelta cabizbajo. Algo me decía
que una vieja bruja, incapaz de ver realizadas sus fantasiosas metas y deseos,
me esperaba en casa con la correa más gruesa.
Llego y consigo todo apagado, solo un par de
lámparas en la sala irradian tenuemente. Me voy directo a mi habitación sin
voltear a los lados, sin mirar de reojo ni sospechar. Me encierro; realmente no
me importaba nada. Estaba contrariado. De repente escucho esos pasos. Esos
pasos que de niño me alegraban, ahora me causaban malestar. Más y más cerca,
como una ventisca, siento el roce de su mano con la puerta, buscando la
perilla. Los tambores comenzaron a sonar…